Según se viva

¿Dará igual el tipo de vida que llevemos?. Está claro que no. Sabemos que unos caminos llevan a la muerte y otros a la vida.

Ed CCS, 168 p.
Autor: Maximiliano Calvo.
Primera edición 2004. Quinta edición 2010

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Descripción

Capítulo 4: Buscad mi rostro

(Ap 22,3-5)

Los términos «buscar» y «búsqueda» nos hacen pensar en necesidades o carencias. Si se busca algo es porque no se tiene o, al menos, no se tiene en la medida que nos gustaría tenerlo en ese momento. Podemos tener un li­bro en nuestra estantería, pero, si no lo tenemos localiza­do, tendremos que buscarlo en caso de necesitarlo. En los aspectos psíquico y espiritual puede sucedemos lo mismo: podemos tener archivado un recuerdo en nuestra memoria, pero no siempre está en primer plano, y tal vez tengamos que buscarlo, si lo necesitamos para algo. Y al­go así nos pasa también con nuestro Dios: puede estar muy cerca de nosotros e incluso en nosotros, pero nece­sitamos descubrirlo y encontrarlo, necesitamos «buscar su rostro». Es lo que descubrió el salmista en su corazón y dijo a Dios en su oración: «Dice de ti mi corazón: «Busca su rostro». Sí, Señor, tu rostro busco; no me ocul­tes tu rostro» (Sal 27,7).

Dios no tiene rostro físico como el hombre, por eso el hombre no puede aspirar a ver a Dios en esta vida. Pero hay más: ver el rostro de Dios es un peligro debido a la falta de capacidad del ser humano para encontrarse ante la gloría de Dios. Al verse ante la zarza ardiendo, «Moi­sés se cubrió el rostro porque temía ver a Dios» (Ex 3,6). Y en otro momento en que se atrevió a pedirle a Dios que le dejara ver su gloria, que es como decir «verle a él», el Señor le advirtió del peligro de su petición: «Dijo Moisés: «Déjame ver, por favor, tu gloria». Él le contes­tó: «Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pro­nunciaré delante de ti el nombre de Yahvé; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia». Y añadió: «Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo»» (Ex 33,18-20).

Mientras dure su paso por la tierra, el hombre sólo puede aspirar a una experiencia espiritual de Dios y a las huellas que esa presencia puede dejar impresas en la na­turaleza psíquica y aun física del hombre. Lo que puede llegar a alcanzar es encontrarse con Dios, con su presen­cia, con sus criterios, con sus amonestaciones, con su amor, con su paz… con todo aquello que puede suponer una ocasión de encuentro personal con él. Cuando vive alguna de estas experiencias, se puede decir que el hom­bre descubre de algún modo el rostro de Dios. Y al con­trario, la sensación de ausencia de Dios es equivalente a decir que Dios oculta su rostro.

Es necesario reconocer que el hombre necesita en­contrarse con Dios aunque él no lo crea porque, al fin y al cabo, para eso ha sido creado. Los impulsos interiores del corazón trabajan en ese sentido y empujan al ser hu­mano a una búsqueda sin descanso que debería durar to­da su vida. Aunque no siempre dé con el camino correc­to, la búsqueda del «rostro de Dios» es una constante vital de su espíritu. Los encuentros que el hombre va te­niendo en la vida con las personas o las cosas, las ilusio­nes, las satisfacciones íntimas, el amor humano, el bie­nestar, el placer, etc., no son con frecuencia más que signos con los que el hombre intenta sustituir su encuen­tro con el rostro de Dios. Es válida para cada hombre la expresión del salmista: «Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42,3), pero no siempre llega tan lejos co­mo el salmista, que se atreve a decir: «¿Cuándo podrá ir a ver la faz de Dios?».

+ La razón no tiene capacidad suficiente para encontrar el rostro de Dios. Es el corazón —el espíritu— el que tiene conciencia de necesitarlo «porque de él —del corazón— brotan las fuentes de la vida» (Prov 4,23), pero esas fuentes no son propias, sino que las recibe a su vez del rostro de Dios; por eso es él el que da la voz de alarma en el salmista y en cada hombre que le deje hablar y dice: «Busca su rostro».

+ Lo que ocurre es que en definitiva todos podemos buscar el rostro de Dios de manera correcta o incorrec­ta. Los modos son muchos, los caminos incontables, pe­ro sólo uno es válido, sólo uno nos lleva a encontrarnos con el rostro de Dios. Acertar o equivocarse es encon­trar o no encontrar a Dios, alcanzar o no alcanzar su presencia: «Buscarás al Señor tu Dios; y le encontra­rás si le buscas con todo tu corazón y con toda tu al­ma» (Dt 4,29).

+ Esto es válido para todo hombre, porque Dios se deja encontrar de todo aquel que le busca de corazón.
Afortunadamente el hallazgo no depende de la sabi­duría del hombre, ni de su astucia, ni de sus estudios,
ni de su dinero, sino de su esfuerzo. El salmista parece buscar al Señor con el convencimiento de que se va a dejar encontrar. Pero ese convencimiento no es una expresión de optimismo, sino un ejercicio de fe.

+ La fe es el puente que nos capacita para empezar a re­lacionarnos con Dios, mientras la permanencia en él es por una parte resultado del desarrollo normal de la fe, y por otra, encuentro sostenido con el rostro del Señor. La fe nos pone en marcha para buscar el rostro de Dios; pero es también la fe, con nuestra firme cola­boración, la que hace posible la permanencia en él.

+ Por añadidura pone sus ojos en algo fundamental co­mo es su relación con Dios, buscándole a él por enci­ma de todo en vez de buscar sus dones o sus bendicio­nes: «Una cosa he pedido al Señor, una cosa estoy buscando: morar en la casa del Señor (permanecer a su lado, que es lo máximo a que podía aspirar el hom­bre del AT) todos los días de mi vida» (Sal 27,4).

+ Hay que ser conscientes, como el salmista, de que el hombre no puede, por muchos que sean sus esfuerzos, llegar a encontrar el rostro del Señor, sino que necesi­ta su ayuda; por eso tiene que estar en actitud cons­tante de incapacidad y al mismo tiempo de súplica: «Enséñame tu camino, Señor» (Sal 27,11).

+ Cuando se busca el rostro del Señor, hemos de hacer­lo con todas nuestras fuerzas. No es que todo nuestro empeño sea capaz de dar con su rostro, sino que son una demostración de que lo buscamos hasta donde podemos, aunque no seamos capaces de encontrarlo. Luego, la respuesta del Señor mostrándonos su rostro es más una respuesta a nuestra actitud que a nuestras fuerzas. El salmo 105,4 dice: «Buscad al Señor y su fuerza, id tras él sin descanso».

+ El encuentro con el rostro de Dios tiene lugar a su ni­vel, no al nuestro, es decir, en el espacio de la santidad y de la justicia. Lo cierto es que ni Dios puede hacerse pecado ni el hombre puede constituirse en santidad, pero Dios puede santificar al hombre, lavando su pe­cado, y acercarlo hasta él, siempre que el hombre dé los pasos necesarios. La santidad es la única credencial que nos hace capaces de presentarnos ante Dios. Porque «es justo el Señor y lo justo ama, los rectos contemplarán su rostro» (Sal 11,7).

+ El encuentro con el rostro del Señor es en todo caso bendición del Señor, por la que hemos de suplicar co­mo él enseñó a los israelitas por medio de Moisés: «Habla a Aarón y a sus hijos y diles: «Así habéis de bendecir a los israelitas. Les diréis: El Señor te bendi­ga y te guarde; ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conce­da la paz»» (Núm 6,22-26).

Todo hombre tiene a su alcance la posibilidad de en­contrarlo, pero también la posibilidad de perderlo. Pue­de sucedernos que estemos cerca, que hayamos intuido y hasta que hayamos conocido el verdadero camino para encontrar el rostro de Dios y nos hayamos adentrado por él; pero eso no significa que hayamos alcanzado la meta. Mientras se está en el camino aún podemos perdernos, extraviarnos, ser derrotados, caer enfermos e incluso mo­rir. Y ¿quién es en definitiva más culpable si fallamos, quien no ha conocido nunca el verdadero camino o quien no ha andado por él a pesar de conocerlo? Puede ser nuestro caso: conformarnos con conocerlo, con saber que lo tenemos ahí cerca, a nuestro alcance, o incluso andar a ratos por él, sin tomarlo en serio. Sería como re­chazar la oferta de ver el rostro de Dios o malgastar los talentos que él nos da. Tal vez se refiere a este tipo de comportamientos el Señor, cuando dirigiéndose al ángel de la Iglesia de Laodicea, le dice: «Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que no eres ni frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca» (Ap 3,15-16).

+ No es posible encontrar el rostro del Señor cuando se va tras otros rostros: «Este pueblo se levantará para prostituirse yendo en pos de dioses extraños. […] Aquel día montaré en cólera contra él, los abandonaré y les ocultaré mi rostro» (Dt 31,17-18).

+ El salmista es consciente del mal que supone perder el rostro del Señor cuando ora: «Respóndeme, Señor, el aliento me falta; no escondas lejos de mí tu rostro, pues sería yo como los que bajan a la fosa» (Sal 143,7).

La plenitud del cristiano está más allá, al final del ca­mino y de la búsqueda. Lo mismo sucede con el descu­brimiento del rostro del Señor, como está escrito en rela­ción a la Jerusalén celestial: «El trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad y los siervos de Dios le da­rán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente» (Ap 22,3-4).

Textos para meditar: Ap 22,3-5; Dt 31,17-18; Sal 88,14-15;

Preguntas para el diálogo:

1. Compartir el resultado del objetivo propuesto la semana anterior.
2. ¿Qué significa ‘buscar el rostro del Señor’ y cómo se espera que lo busquemos?
3. ¿Cuándo nos colocamos en situación de perder de vista el rostro del Señor?
4. Objetivo para esta semana: Examinar en oración qué carencias o actuaciones peligrosas hay en nuestra vida en relación a la búsqueda del rostro del Señor. (Respuestas por escrito).

ÍNDICE
Introducción

1. Según se viva
2. El que crea estar en pie
3. Será como el Maestro
4. Buscad mi rostro
5. ¿Por qué nos haces esto?
6. Aquel a quien yo dé un beso
7. No te es lícito tenerla
8. Si tratara de agradar a los hombres
9. Comenzaron a excusarse
10. Me sedujiste, Señor
11. Renegaron del Señor
12. En tu boca como fuego
13. Gloriarte… ¿de qué?
14. No os preocupéis
15. ¿Por qué duermes, Señor?
16. Descarga en el Señor tu peso
17. Enséñanos a contar nuestros días
18. Me apoyo en el Señor y no vacilo
19. Aunque acampe contra mí un ejército
20. Donde el espíritu les hacía ir
21. El manjar sólido es de adultos
22. Por falta de conocimiento
23. Resistid al diablo
24. Las armas de Dios (I)
25. Las armas de Dios (II)
26. Desgarrad vuestro corazón

Apéndice