Cosas de Arriba y Abajo

Un intento de aproximación al corazón de Dios por el camino siempre nuevo y misterioso de la Palabra y el Espíritu.

Ed CCS, 192 p.
Autor: Maximiliano Calvo.
Primera Edición 1998. Sexta Edición 2003.

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Descripción

Capítulo 14. A orillas de los ríos de Babilonia

«A las orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, al acordarnos de Sión; en los álamos de la orilla teníamos colgadas nuestras cítaras»
(Sal 137,1-2).

No importa en qué estación del año pudo ocurrir esto; no importa que sucediera durante una primavera pletórica de vida que empezaba a brotar por todas partes, o ante un invierno frío y con aspecto de devastación dominado por los elementos de la naturaleza. El drama no está en el am­biente ni en el paisaje, aunque en cierto modo tomen par­te del mismo, sino que es interior y muere más que vive reprimido en el corazón de viejos judíos, marcados por el fuego del destierro.

Para poder entender en cierto modo la angustia que llena el corazón de quien así se lamenta, habría que pasar por una situación semejante, porque las cosas que se tienen sólo se valoran con acierto cuando se pierden. No se trata sólo del lamento de un desterra­do que añora su patria, se trata además del lamento de un judío, para quien no hay posibilidad de encon­trar un lugar igual al que ha perdido porque, al valor real de la tierra donde ha nacido, hay que añadir un valor mucho más importante para ellos: se trata de Jerusalén, del suelo sagrado donde Yahveh habita con su pueblo, irrepetible e imposible de encontrar en otro sitio, por mucho que vaguen por la tierra. Desde la experiencia de la lejanía y la pérdida de lo más querido sólo es posible una reacción de recuerdo, añoranza y dolor: «A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, al acordarnos de Sión» (Sal 137,1).

La tierra es una de las grandes seguridades que el hombre desea y busca; echar raíces en algún sitio, po­seer en propiedad alguna extensión de tierra aunque sea pequeña, tener una morada levantada sobre la tie­rra que posee… son anhelos que la mayoría de las personas cultivamos, por la seguridad que nos propor­cionan. Lo contrario nos convierte en apátridas o, por lo menos, en caminantes sin rumbo. Cuando se han tenido seguridades y se pierden, queda en el corazón del hombre una tristeza lacerante que atraviesa su vi­da. De ahí la experiencia de los judíos desterrados en Babilonia: «Allí nos pidieron nuestros deportadores cánticos, nuestros raptores alegría: ‘Cantad para no­sotros un cantar de Sión’» (Sal 137,3).

Pero la reacción de los deportados es clara: «¿Cómo podríamos cantar un canto de Yahveh en tierra extra­ña? Jerusalén, si yo me olvido de ti, que se seque mi diestra. Mi lengua se me pegue al paladar, si de ti no me acuerdo» (Sal 137,4-6). El dolor permanente de la ausencia hace enmudecer sus bocas y cierra sus cora­zones al gozo. En consecuencia, también sus cítaras permanecen en situación de espera, colgadas en los álamos de la orilla, participando a su modo de la situa­ción y esperando que pasen los días, como pasan las aguas de aquellos ríos que contemplan, hasta que lle­gue el momento del regreso a Jerusalén.

Trascendiendo al terreno espiritual: ¿no es el hombre un desterrado de otra Jerusalén, donde fue creado por Dios y asentado por él con carácter de permanencia? Y como los desterrados de Babilonia, con los que te­nemos algo común y algo diferente, también nosotros estamos lejos de nuestra ciudad de origen. Ellos salie­ron forzados por sus conquistadores, nosotros ya he­mos nacido en tierra extraña; aquellos tienen que es­perar el día de regreso, que no depende de ellos, mientras nosotros lo tenemos a la vista, parcialmente ahora y en plenitud más adelante; aquellos se negaban a cantar y a tocar sus instrumentos porque estaban le­jos de su patria, mientras a nosotros no suele impor­tarnos mucho cantar o tocar, ya que solemos estar más interesados en nuestra Babilonia actual que en la patria futura; aquellos, en definitiva, lo tenían muy difí­cil, y se lo tomaban en serio, mientras nosotros, que lo tenemos mucho más fácil, lo tomamos con frecuen­cia a broma.

Nosotros, como los desterrados de Babilonia, estamos lejos de nuestra verdadera patria, sentados a la orilla de otros ríos, de los ríos de la vida; sin embargo, suele faltarnos lo que ellos tenían: conciencia de patria per­manente. Tal vez por eso no lloramos ni nos lamenta­mos, porque nuestra conciencia de patria ausente no tiene fuerza suficiente como para hacernos saltar las lágrimas.

Acordarse de Sión es recordar algo que pertenece a la experiencia del pasado, mientras acordarse de la pa­tria hacia la que se camina pertenece a la fe y a la es­peranza. Por eso son diferentes nuestras lágrimas: en ellos procedían de la experiencia de pérdida, en noso­tros de la esperanza de poseer; las de aquéllos riegan una vida que pasó, las nuestras preparan la que ha de venir; y quién sabe si por eso aquéllas son abundan­tes, mientras las nuestras son escasas. Y porque las lá­grimas son el producto final de un dolor contenido y son tanto más abundantes cuanto mayor es el dolor, el desterrado de Babilonia llora por su patria, perdida en el recuerdo, más que los hombres que caminamos ha­cia la nuestra, que está por alcanzar.

Al hombre de hoy, peregrino hacia patria eterna, le falta dolor de ausencia, en parte porque carece de ex­periencia de patria perdida y en parte porque es ca­paz de mitigarlo con los numerosos analgésicos existenciales de que dispone, hasta el punto de perder la conciencia y el dolor de desterrado. En vez de vivir la realidad del destierro, aunque sea dura, prefiere ocul­tarla y sentarse para no recordar ni llorar.

Nos cuesta mucho comprender a los desterrados de Sión que estaban en Babilonia, Señor. Porque la primera im­presión que tenemos es que se lo tomaron demasiado en serio, ¿no te parece? Si hubieran reaccionado así por estar lejos de sus seres queridos, aún se explica, pero ¿por estar le­jos de Sión? Y por lo mismo también es posible que si ellos nos vieran actuar a nosotros, tampoco entenderían el ‘pasotismo’ con que solemos comportarnos. Y lo peor de to­do —para nosotros— es que ellos tendrían razón, por lo menos desde tu punto de vista, que es el que vale, ¿verdad, Señor? ¡Qué pena, que no seamos capaces de llorar, como ellos, por nuestra verdadera patria ausente!

ÍNDICE

1. Al llegar la plenitud de los tiempos
2. ¡Ay del pastor inútil que abandona las ovejas!
3. No queremos que estéis en la ignorancia
4. ¿Es que no son todos ellos espíritus servidores?
5. Este fue el testimonio de Juan
6. Has de saber que Yahveh, tu Dios, es el verdadero
7. Algo pasmoso y horrendo se ha dado en la tierra
8. Estás loco, Pablo
9. En aquellos días, al multiplicarse los discípulos
10. Después de haber dado instrucciones a sus discípulos
11. Sobre los muros de Jerusalén
12. Sepultados con él en el bautismo
13. Escucha, pueblo mío, yo te advierto
14. A orillas de los ríos de Babilonia
15. Poned por obra la Palabra
16. El que se gloría, gloríese en el Señor
17. Son rectos los caminos de Yahveh
18. El que está en Cristo es una nueva creación
19. Aquí estoy, Señor
20. El Señor sabe librar de las pruebas
21. Pondré fin al orgullo de los poderosos
22. Buscarán paz, pero no habrá
23. No se trata de querer o de correr
24. Vosotros, que erais esclavos del pecado
25. Habéis sido reengendrados
26. Tocó el séptimo ángel
27. Como busca la cierva corrientes de agua
28. Le hablaré al corazón
29. Guió a su pueblo por el desierto
30. Ninguna condenación pesa sobre los que están en Cristo
31. Obrad como hombres libres
32. Bendecid a los que os persiguen
33. Si soportáis el sufrimiento
34. No tendrán hambre ni sed
35. Llevamos este tesoro en recipientes de barro
36. Aun cuando el hombre exterior se va desmoronando
37. Amistad con el mundo, enemistad con Dios
38. Los que quieran vivir piadosamente en Cristo
39. No habéis sufrido tentación superior a la medida humana
40. Yo dejaré en medio de ti un pueblo humilde
41. Que nos indique tu Dios el camino
42. La gracia de que padezcáis por él
43. Nos vivificó juntamente con Cristo
44. Santuarios de Dios