Claroscuros del corazón

Una palabra que usamos con frecuencia es la palabra corazón. A parte de otros muchos significados es el recinto sagrado donde el hombre se encuentra con Dios.

Ed CCS, 212 p.
Autor: Maximiliano Calvo.
Primera Edición 2001. Séptima Edición 2010.

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Descripción

Capítulo 12: ¿Sepultados con Cristo?

«Habéis muerto, y vuestra vida está escon­dida con Cristo en Dios»
(Col 13,13).

La Palabra de Dios nos habla de la vida, de la muerte y de un después de la muerte. Cualquier ser humano admite estas realidades, aunque a la hora de interpretarlas no to­dos lo hagamos del mismo modo, sobre todo en lo que se refiere a la etapa posterior a la muerte. Estamos de acuer­do en las dos primeras partes, hasta que el cuerpo llega a la sepultura, que parece el final para todo nacido de mu­jer. Esta sepultura es temida, tiene mala prensa y el hom­bre trata de no pensar en ella, a pesar de que nadie pue­de librarse de ella, incluidos los discípulos de Jesús, que tenemos razones añadidas para desear llegar antes a esa sepultura, bien porque la conciencia de estar de paso nos hace añorar lo que nos espera, bien porque sabemos que lo que nos aguarda es incomparablemente mejor que lo que tenemos aquí.

Las reacciones del hombre natural ante la muerte son bastante dispares, aunque podrían clasificarse en tres gru­pos de acuerdo con otros tantos modos de pensar: a) aquellos que creen que la muerte es el fin de todo; b) aquellos que piensan que tal vez haya algo después, pero no saben en qué puede consistir o cómo puede definirse; c) aquellos que creen que la muerte es el principio de un estado nuevo y definitivo, entre los que estamos los cris­tianos. Los que se encuadran en los grupos primero y segundo suelen rebelarse ante el hecho de la muerte; no la entienden, la retrasan todo lo posible y luchan contra ella con todas sus fuerzas; para ellos no hay esperanza o, en el mejor de los casos, su esperanza no tiene consistencia, porque no encuentran dónde fundamentarla. Quienes co­mo los cristianos creemos en la tercera respuesta, tene­mos la visión que procede de la fe en un Ser supremo y de la esperanza en una vida superior y eterna, si bien la aceptación de la muerte como introducción en la nueva etapa depende del grado de fe con que se vive esta pro­mesa.

+ Para el cristiano vida y muerte son dos realidades que no tienen sentido si se las considera separadas de su razón de ser, que es Cristo. El apóstol Pablo habla de la relación que hay entre la vida y la muerte con la fe en Cristo cuando escribe: «Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Je­sús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Co 4,11). Y en otra ocasión dice también: «Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son compa­rables con la gloría que se ha de manifestar en noso­tros» (Rm 8,18).

+ El ser humano nace, vive, muere biológicamente y es entregado a la sepultura, el vientre de la tierra que, hu­manamente hablando, introduce en el olvido eterno, como observa Cohelet- «El hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra; u am­bos tienen el mismo aliento de vida. En nada aventa­ja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad. Todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo v todos vuelven al polvo» (Qo 3,19-20).

+ Nuestra relación con Cristo nos introduce en otra vida y otra muerte, aplicadas al hombre espiritual, pero ex­perimentadas en sentido inverso: todo empieza con la experiencia de muerte, luego pasa por la sepultura y finalmente aparece la vida; el hombre espiritual nace muerto por el pecado, es crucificado y misteriosamen­te sepultado con Cristo, y finalmente recibe la vida de Dios por Cristo y el Espíritu. La Palabra de Dios nos lo explica de este modo: «Fuimos, pues, con él sepul­tados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muer­tos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva… Nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado» (Rm 6,4.6).

Lo dicho hasta aquí podría expresarse gráficamente en el siguiente esquema:

Visión del hombre natural:
Vida -> Muerte -> Sepultura
Visión del hombre espiritual:
Muerte -> sepultura -> Vida

En ambos casos el hombre tiene experiencia de sepul­tura. Cuando una persona muere, ya sabemos qué sepul­tura le espera; no importa que sea inhumado, colocado en un nicho, protegido en un rico mausoleo o incinerado para que sus cenizas sean guardadas o entregadas al vien­to. Seguramente que al muerto le da igual. Pero ¿de qué sepultura estamos hablando cuando se trata de un proce­so espiritual? ¿Qué es lo que se entierra allí? En el texto de Rm 6,6 citado anteriormente nos habla de un «hombre viejo» y un «cuerpo de pecado», que vienen a expresar la misma realidad del hombre nacido bajo pecado y someti­do al poder del pecado.

¿Cómo se produce este enterramiento del hombre vie­jo? Mediante el bautismo, como nos recuerda Pablo en Rm 6,3: «¿Es que ignoráis que cuando fuimos bautiza­dos en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?». Por el bautismo Cristo nos asocia de una manera miste­riosa, pero real, a su muerte redentora, quedando muerto nuestro hombre viejo o cuerpo de pecado, es decir, el hombre como estaba antes del bautismo, inficionado por la concupiscencia y esclavo del pecado. Si Cristo con su muerte liquidó todo lo referente al pecado, también noso­tros, asociados a él y sumergidos en su muerte, hemos ro­to definitivamente con el pecado, pues, «El que está muerto, queda liberado del pecado» (Rm 6,7).

Esta sepultura se convierte así en ocasión para la re­surrección y la vida, porque el bautismo trata con el morir al pecado. El cristiano muerto y sepultado con Cristo está ya situado, como Cristo, en el punto de partida hacia la resurrección. A partir de la inserción en Cristo por el bau­tismo, formamos una misma cosa con él y estamos ani­mados del mismo principio vital, como el injerto en el ár­bol, pudiendo afirmar con Pablo: «Es cierta esta afirmación: Si hemos muerto con él, también viviremos con él» (2 Tm 2,11). O como dice a los gálatas: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20).

Esta nueva vida, a la que nacemos por nuestra inserción en Cristo, comienza en el bautismo pero no logra su pleni­tud sino después de nuestra muerte corporal, que se co­rresponde con la liberación del poder de la carne y la salida de este mundo: «Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15,22). Mientras llega este momento de plenitud, el verda­dero cristiano vive parcialmente ya toda esta misteriosa rea­lidad desde la fe, que «es garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1).

Este misterio, según el cual somos muertos y sepulta­dos con Cristo, aun siendo cierto, tiene todavía un riesgo: el bautismo nos coloca efectivamente en esa posición, pe­ro mientras vivimos en este mundo podemos echar mar­cha atrás, podemos salir del sepulcro y recuperar al hom­bre viejo que habíamos enterrado; queda en nosotros una especie de fuerza de resurrección del cuerpo de pecado, que puede dar al traste con los beneficios que habíamos alcanzado.

Por otra parte, los beneficios del bautismo se reciben gratuitamente, pero tenemos que defenderlos de enemi­gos tan poderosos como el mundo y la carne, empeñados en sacarnos de nuestra sepultura. Lo mismo que Cristo, en el que somos injertados, fue crucificado antes de ser entregado a la sepultura, así sus discípulos necesitamos crucificar el mundo y la carne y mantenerlos sepultados para estar en condiciones de recibir la nueva vida. El mundo y sus atractivos son cada vez más poderosos. Mantenerse libre del mundo requiere un esfuerzo cons­ciente y sostenido. Alguien ha dicho que basta con esca­par del mundo alejándonos de él, para descubrir cuánto lo amamos y cuánto nos ama. Mientras no seamos capaces de ver al mundo más que humanamente, seguirá teniendo su poderosa atracción sobre el hombre.

+ San Pablo, que es consciente de esta realidad, nos descubre cómo alcanzar victoria sobre él, cuando dice: «Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nues­tro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mun­do» (Ga 6,14).

+ El cristiano es un crucificado para el mundo, porque «nuestro hombre viejo fue crucificado con él (Cristo) a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado» (Rm 6,6). Por el bautismo se ha hecho uno con Cristo crucifica­do y participa con él de la victoria sobre todos los ene­migos.

+ Por otro lado el mundo está derrotado en la cruz, don­de está la victoria de Cristo, y con él nuestra victoria sobre el mundo. La visión que tenemos del mundo ahora es la de derrotado por la victoria de Cristo en la cruz, que es también nuestra victoria.

+ Puesto que hemos sido incorporados a Cristo por el bautismo, cuando él murió, también nosotros; cuando él sufrió el juicio de Dios por el pecado, también noso­tros; cuando fue enterrado, nosotros lo fuimos con él; cuando él resucitó, también nosotros; y cuando él fue exaltado y se le entregó el poder, también nosotros participamos de esas realidades (Rm 6,3-6).

+ Jesús se entregó en la cruz al poder de las tinieblas (Lc 22,53), y con su muerte y su resurrección aplastó ese poder en la vida de todos los que se identifican con él. La cruz infligió derrota total a los poderes que nos ha­bían esclavizado. Como dice el apóstol Pablo: «Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (Ga 5,24).

Después de afirmar que los discípulos hemos muerto y que nuestra «vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3), Pablo viene a decir que ya no hay excusa para dejarnos llevar por los apetitos de la carne, que están cru­cificados, sino que hay que vivir la victoria sobre la carne sin ninguna vacilación: «Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos; fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría, todo lo cual atrae la cólera de Dios sobre los rebeldes, y que también vosotros practicasteis en otro tiempo, cuando vivíais entre ellas. Mas ahora desechad también voso­tros todo esto» (Col 3,5-8).

Y es que en definitiva no podemos esperar otra cosa, si hemos sido re-creados en Cristo por el Espíritu, ya que «el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (1 Co 5,17).

ÍNDICE

Introducción

1. Visitados por su misericordia
2. Consecuentes con el deber
3. Luchar contra la ignorancia
4. Los ángeles custodios
5. Ser testigos
6. Los dioses falsos
7. Los falsos profetas
8. La locura cristiana
9. La enfermedad de la queja
10. El cielo: ¿qué es y dónde está?
11. El cristiano como centinela
12. ¿Sepultados con Cristo?
13. Escuchar la Palabra de Dios
14. Poner por obra la Palabra de Dios
15. ¿Conciencia de desterrados?
16. ¿Aprueba Dios tu vida?
17. Discernir los caminos del Señor
18. Permanecer en Cristo
19. Heme aquí
20. La ceguera espiritual
21. Paz del espíritu, paz de los hombres
22. Obedecer de corazón
23. Re-creados en Cristo
24. Sed de Dios
25. La corrección de Dios
26. ¿Esclavos o libres?
27. Adoptivos… ¡pero hijos!

Apéndice
índice de citas bíblicas
índice de citas del Catecismo
Otras obras del mismo autor